sábado, 15 de junio de 2013

cuento policial, parte 1 de 2


Hola, hace un tiempo estuve escribiendo un cuento de carácter policial para un concurso de la PDI, finalmente nunca envíe el cuento porque era mucho trámite enviarlo (se debía enviar por correo tradicional, varias copias, un cd con una copia en formato PDF y otros trámites engorrosos.) y ahora que ya no lo envíe, lo comparto con ustedes (?).

Ojalá sea del gusto.

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Sentí el golpe, más no la caída.
La vista se nubló blanca y fría, blanca y fría como la nieve que obstruye la salida,  blanca y fría como las emociones más crudas que jamás halla sentido alguna otra vez, blanca y fría como el odio y el amor, blanca y fría como el dulce momento en que perdía la conciencia, blanca y fría como la muerte y como todo lo que se encuentra a su alrededor, arriba, abajo y a cada costado en las alturas de la Cordillera de los Andes.
El refugio se hace cada vez más grande, aún trata de recordar qué es lo que sucedió, aún trata de recordar lo que ha tenido que vivir durante los últimos cuatro días, sólo dudas retumban en su cabeza: “¿Dónde estoy?, ¿Qué estoy haciendo aquí?, ¿Cómo llegue aquí?, ¿A dónde voy?...”, el fuerte dolor de cabeza no lo deja pensar con claridad, las heridas de su cuerpo duelen como mil infiernos que no le permiten ponerse de pie y el frío le carcome el pecho, cuando de pronto escucha una voz que viene desde la otra esquina del pequeño y precario refugio, la voz lo insulta y lo tienta a disparar a matar, la voz proviene de un difuso y oscuro rincón, la voz es inquietante y horrible. “Hazlo ahora que puedes, hazlo antes de que sea yo quien te quite la vida y acabes como el resto de tus compañeros, hazlo antes de que sea demasiado tarde…” todo seguido de horrendas carcajadas que llenan el vacio de la habitación, que encrudece el frío y qué lo hace recordar una confusa serie de hechos dispersos y caóticos en los cuales, como si fuesen fotografías, primeramente se ve a sí mismo y a su equipo, los narcotraficantes, la persecución, el accidente en plena cordillera y la horrenda imagen de los compañeros  de muertos a herida de bala; ahora recuerda más y puede ver terroristas y narcotraficantes, el enfrentamiento y los disparos a quemarropa; ahora llora y una tibia lagrima recorre su mejilla, ahora llora y logra ver las manchas de sangre en el piso, ahora llora cada recuerdo y cada recuerdo es un puñal que se entierra más y más profundo en su corazón. “¿Qué sucede? ¿El policía se encuentra llorando? ¿El pequeño policía extraña a sus amigos? ¿Te cuento un secreto? Lo disfrute” reaparece la retorcida voz y ahora reconoce, en parte, de quién proviene ¿es uno de los narcotraficantes? Sí, es uno de ellos, uno de los asesinos que le arrebato la vida a los miembros de su equipo ¿es uno de los narcotraficantes o es un demonio? Quizás, el cuarto vuelve a hacerse gigante, los colores se confunden unos con otros y a pesar del frío paralizante se pone de pie y, empuñando su arma, la dirige a su antagonista mientras la voz lo incita “hazlo, no dudes, hazlo ahora que puedes”. La fiebre lo tumba nuevamente y lentamente todo se vuelve oscuro y se nubla la visión, todo se va silenciando hasta no poder oír, todo se vuelve confuso y extraño hasta que la lógica se vuelve sólo un mal chiste.


Y como si se tratase de una película vista en sentido inverso las heridas y el dolor lentamente se sanan hasta que logran transformarse en sólo un mal recuerdo, las ropas ya no están ensangrentadas ni estropeadas, la placa de Policía de Investigaciones de Chile se encuentra en su lugar y brilla, el arma se encuentra cargada en su cintura, la confusión deja de ser y da paso al sentido, los ojos vuelven a ver claramente y el pequeño refugio es ahora un túnel oscuro y frío, sobre todo frío alumbrado a penas por cientas de  pequeñas ventanas a los costados del infinito e impredecible túnel. Camina, de forma alerta, se pregunta qué podrá encontrar al mirar por alguna de las ventanas y se acerca a la que se encuentra más próxima a él y observa a través de ella y, la verdad, es que no lo puede creer, al otro lado de la ventana observa a una familia, su familia, su padre y su madre y él mismo de pequeño, tendrá a caso unos seis o siete años, sus padres vestidos de traje y él jugando con un balón, su balón, en el ante jardín de la casa de su niñez; el asombro de tan inesperada escena es tal que ni si quiera se detuvo a cuestionarse como era esto posible, cuando de pronto el niño lo mira a través de la ventana y él intenta llamarlo, golpea fuerte el vidrio, pero éste parece ser indestructible, el niño se acerca a él, golpea aún más fuerte, una lagrima se asoma por la mejilla mientras golpea otra vez y otra vez y otra vez, el niño sonríe, primero tímidamente, para luego convertirse en una sonrisa burlona y grotesca, se convierte en una de las sonrisas más horrorosas que un ser humano ha sido testigo, su mirada se torna maléfica y sus ojos giran descontrolados arriba y abajo, ahora el niño aquel es ángel y demonio y el policía logra comprender que es tiempo de dejar de golpear, que el vidrio no romperá qué el niño aquel no tiene idea de que sus padres, en ese entonces, ya habían dejado de existir, qué la soledad es inmensa, infinita y desgarradora. “Es tiempo de dejar esta ventana” piensa, desenfunda su arma y se dispone a dispararle a la ventana, al vidrio, al niño aquel que lleva su rostro. “¡Bum!”. En menos de un segundo todo se vuelve oscuro, en menos de un segundo todo se prendió, en un segundo todo ha cambiado, otra vez. Esta vez se encuentra en medio de el colegio donde alguna vez estudió, las aulas parecen estar vacías, no encuentra directivos, profesores ni alumnos hasta que de pronto al abrir la puerta de una de las aulas que, parecían estar vacías, se encuentra de sopetón con una clase en pleno desarrollo, reconoce al maestro,  reconoce la vieja sala y a muchos de los niños que divisa, algunos con rostros alegres e iluminados, otros simplemente no tienen rostro y todo esto parece tan real, tan cotidiano y normal; camina a través de la sala y se encuentra, otra vez, a sí mismo, el profesor levanta la voz y ordena al pequeño a resolver un ejercicio matemático al pizarrón, su pequeña y frágil versión de niñez se levanta y acude a la orden, pero ante la decepción del profesor y de él mismo realiza el ejercicio de forma incorrecta y el profesor le grita, le grita de forma horrorosa, el niño llora, el resto del alumnado echa a reír y a mofarse de manera brutal, el policía piensa para si “no llores, no llores, no llores…”, pero sin poder evitarlo echa a llorar como el niño aquel que también llora de manera inconsolable y desgarradora, el policía se seca las lagrimas y acude a encarar al desalmado profesor cuando el niño echa a correr fuera del salón de clases y a través de los pasillos del colegio, el policía sale en su persecución, recuerda bien lo que pasa ese día, es momento de evitarlo, “¿se podrá evitar?” se pregunta, el niño le saca buena ventaja, es demasiado rápido y sólo puede ir detrás de él, el pequeño sale hacia fuera del establecimiento y la escena es la que esperaba, es la que deseaba evitar, es la que lo atormentó durante años en su niñez, es en la que el niño se agacha lentamente, sin dejar de llorar, toma en brazos a un pequeño perro, su perro, el cual se encuentra con los ojos dilatados, con heridas tan graves como espantosas y en su rostro una expresión que pareciera saber lo que sucederá, el niño llora con más fuerza, con más amargura, con más desazón de la que lloro nunca en su corto intento de una vida, el policía, entonces, otra vez llora con una amargura seca, con un dolor penetrante y con un cansancio que lo adormece tiernamente, un pestañeo, dos pestañeos, tres, cuatro, cinco…